LA SEÑAL DESPERDICIADA

La reunión de las Naciones Unidas los reúne a todos. Malos tiempos corren para la paz mundial, lamentablemente. Sin embargo, en este lugar se enfrentan, cara a cara, los que están en favor de la guerra de Ucrania y los que están en contra. Algunos, aunque disimulen, se odian; pero las reglas de la diplomacia encuentran siempre eufemismos para que los insultos se atenúen en palabras mínimamente aceptables sin incurrir en los improperios que están pensando los participantes.

En los últimos años, el mundo occidental se ha abroquelado detrás de la unipolaridad que le permitió dominar al planeta durante décadas; mientras ha surgido, como alternativa, una corriente multipolar detrás de la que se han alineado las máximas potencias asiáticas y muchos de los expoliados países del otrora llamado tercer mundo y, posteriormente, en idioma supuestamente comprensivo, en “vías de desarrollo”, otro eufemismo que oculta a los saqueados de la historia no oficial. Desde Centroamérica hacia el sur del continente se suman las naciones a la nueva corriente y se encuentran con otros tan desangelados como ellos: los africanos.

En el intervalo del mediodía, cuando se hace un alto para el almuerzo, los dirigentes mundiales tratan de reunirse de acuerdo con sus intereses en común, aunque los oportunistas que se arrastran tras Occidente tratan de acercarse, disimuladamente, a los más importantes que encabezan la nueva corriente multipolar intentando poner, por si las moscas, huevos en todas las canastas.

Así, el presidente de Argentina, auto-apodado libertario, poco menos se tira encima de Putin quien toda la mañana lo ha mirado socarrón y con desprecio. El ruso tiene experiencia y espalda para aguantar al tipejo. Maestro de las medias palabras y los tiros por elevación, se sienta tranquilo con su traductor al lado. Cierta curiosidad lo lleva a aceptar a ese impresentable en su misma mesa. Rápidamente, se acerca, también, otro viejo tramposo y nunca confiable, el presidente turco Erdogán, un as para acomodarse en la política internacional y al que no le tiembla el pulso a la hora de traicionar hasta a la propia OTAN de la que forma parte. Así las cosas, el hombrecillo casi calvo de ojos azules, uno de los principales líderes de la multipolaridad, queda embretado entre un chupamedias de Occidente con aspecto mugriento y pelos que no conocen el peine y un otanista, representante de la organización que azuza la guerra contra Rusia proveyendo de armamento a su enemigo, Ucrania. Putin entre-cierra sus ojos claros y pequeños, enarbola su sonrisa pícara y se hace el desentendido. Sabe perfectamente a qué vienen esos dos… Algo le quieren pedir…

Un mozo se acerca y les anuncia que cada mesa tiene que elegir el mismo menú, pues así ha sido pautado de antemano.

-Pidamos asado a las brasas– arranca el impresentable como para romper el hielo – la carne argentina es la mejor del mundo – asegura fanfarrón. Al ruso se le revuelven las tripas; pero no por la propuesta dado que le encanta la carne, sino por la pedantería del despeinado sujeto.

-Creo que, si vamos a comer carne, la mejor es la de cordero y deberíamos ordenar kebab – interrumpe el turco – es una de nuestras comidas más exquisitas, la deberían probar – continúa.

El ruso se ríe para adentro al ver la competencia entre ambos comensales: cada uno cree que sus platos típicos son lo mejor del mundo. Lo mismo que hacen en las discusiones políticas lo trasladan a un simple almuerzo. ¡Petulantes!, piensa, dueños de ideas únicas, incapaces de entender la multiplicidad de gustos que tiene la humanidad.

-Lo que ustedes decidan – Putin los mira y disfruta: sabe que acaba de ponerlos en un aprieto, sus propias palabras le dan gracia y placer. Conoce la terquedad de Erdogán y adivina la estupidez del otro. Si pudiera, se frotaría las manos regodeándose; pero las reglas de la buena convivencia se lo impiden, por lo cual permanece con su sonrisa indescifrable previendo que no se pondrán de acuerdo.

-Yo insisto con el asado o, en todo caso, unas buenas hamburguesas traídas de Estados Unidos. ¡Eso! Hamburguesas americanas completas, con queso y burger sauce – dice el argentino en un pésimo inglés y haciéndose el entendido en comidas internacionales.

Además, está convencido de que, de esa manera, hasta sienta su posición política a nivel mundial: le encanta pegarse a Biden, pese a su decadencia. Mientras, mira en derredor buscándolo con los ojos para que lo vea y ratifique qué tan buen aliado es pues, hasta para elegir qué comer, se postra a los deseos del gendarme del mundo.  Ansía que lo mire, que descubra que es su mejor discípulo sudamericano, su más conspicuo seguidor, que la hamburguesa es una señal de obediencia incondicional. El ruso lo observa con falso interés mientras descubre que el norteamericano, a pocos metros y desorientado, intenta sentarse en una silla invisible. Corren sus asistentes y lo atajan a mitad de camino entre el piso y su cola a punto de caer en el vacío de un asiento inexistente. Lo llevan hasta su mesa y, por supuesto, Biden ni mira al que pretende complacerlo comiéndose una hamburguesa. Como si fuera un ciego que camina a paso de tortuga se deja dirigir por sus secretarias que lo conducen a su mesa.

-¡Por favor! En Oriente detestamos la comida americana. Es una afrenta proponernos comer hamburguesas cuando podemos pedir algo mucho más elaborado – responde el turco ya enojado. ¿Qué se cree ese sujeto de cabeza revuelta como un nido? ¿Pretende imponerle una comida de mierda a él, que representa a una de las potencias de la OTAN? ¡Pero si ni dignidad tiene!

-Bueno, mientras decidimos, yo quisiera conversar con usted, Vladimir Valdimirovich, sobre temas que incumben a mi país – dice Milei, confianzudo, llamándolo por su nombre de pila cual si fueran chanchos amigos.

-Pero mire ¡qué coincidencia! Yo también quiero conversar con Putin acerca de unos proyectos sobre el tendido del gasoducto turco-ruso. Disculpe, Zelenslki, pero lo mío es más importante porque ya está en curso.

-No soy Zelenski, soy Milei.

-¡Oh, disculpe! Será que los confundo porque se parecen – el primer dardo envenenado ha sido disparado.

Erdogán, con toda maldad, lo compara con otro payaso, el presidente de Ucrania. No hay inocencia en sus palabras, Putin lo sabe, lo conoce bien, se ha reunido con él muchas veces. Y, pese a que el turco también le ha enviado armas al títere ucraniano, lo detesta por pusilánime, además de estar harto de las presiones de la OTAN para mantenerlo en su sillón mientras pierde una guerra que comenzó derrotada de ante mano.

-Bueno, vayan decidiendo, sólo tenemos una hora para comer – les advierte el oso multipolar – después hablamos del gasoducto, Recep Tayib, cuando quieras. Podés llegarte a Moscú y articulamos mejor y con más tiempo – dirige su mirada a su asistente ubicada a pocos metros, le habla en su lengua, la mujer revisa una agenda y le responde en el oído – en quince días, si te parece – termina su propuesta tuteándolo y llamándolo por su nombre, con toda la malignidad que lo caracteriza y para poner en ridículo al otro que se desespera por un poco de atención – respecto de usted, señor Milei – silabea el señor y el apellido con toda intención – le recuerdo que ya rechazó nuestra invitación para ingresar a los BRICS, así que poco podemos articular entre Rusia y Argentina.

-Al final, ¿qué comemos? – insiste Erdogán – Ya pasó media hora, nos vamos a quedar sin comer – está molesto, muy molesto. Le repele el arribista latinoamericano, le parece un buitre mal avenido.

-Es que nosotros no acordamos con comunistas, Vladimir – dice el argentino. Putin no aguanta más y larga la carcajada.

-Señor Milei, le recuerdo que la Unión Soviética no existe más desde 1991.

-Es lo mismo, para mí, ustedes son comunistas – insiste el ignorante – aunque creo que podemos hacer buenos negocios con la soja y la carne. Nosotros les vendemos y ustedes nos compran – el ruso no puede parar de reír, aunque se esmera para recuperar la seriedad.

El turco también se ríe después de que su traductor le repite en su idioma las palabras del sujeto. El argentino es tosco, torpe y atrevido.

-No, señor Milei, lamentablemente, no necesitamos ese tipo de recursos. Rusia es uno de los países con mayor producción de cereales del mundo y nuestras costumbres alimenticias incluyen poca carne de vaca y mucha diversidad entre pescado, cerdo y cordero. Además, su soja es transgénica y nosotros tenemos prohibido el uso y consumo de transgénicos porque cuidamos la salud de nuestra población.

El argentino queda descolocado. ¿Qué le puedo ofrecer a este infeliz, a este enano rubio, comunista y arrogante? ¿A quién le encajo nuestra producción? ¿Para qué carajo me habré sentado con este imbécil? Me habría convenido más irme a la mesa de Biden, al menos él me escucha; aunque tampoco larga nada, viejo gagá. Puta madre, ninguno me da pelota…

De repente suena un timbre: se acabó el tiempo y los tres de la mesa, muertos de hambre, tienen que volver a sus bancas sin comer. Putin y Erdogán les hacen sendas señas a sus asistentes que se les acercan. Cada uno, en sus lenguas maternas, les dan instrucciones. Se levantan, vuelven al recinto y, apenas unos minutos después, regresan las secretarias con un plato.

El almuerzo ha sido un fiasco. El ruso y el turco terminan comiendo un sándwich de jamón y queso. El argentino, por su parte, ya sentado en su lugar, le da un enorme mordisco a su emparedado cuya burguer sauce chorrea y se escapa del pan dejándole un lamparón color naranja claro en la corbata. De lejos, los otros dos y de reojo lo observan con sorna mientras Biden sigue perdido y sin descubrir la hamburguesa aliada.

Estela Pereyra.



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