BORDA (1)
Muchas veces he contado sobre el Borda, porque ahí está el médico que me
atiende por la fibromialgia y, ahora, también mi diabetóloga. 
Es un hospital con un extraño encanto: poca gente. La mayor parte de los
pacientes internados deambulan por parques y pasillos, por lo cual hay que ir
munida de cambio y cigarrillos como condición sine qua non. Muchos piden para
la yerba, para el jugo, para un sándwich… Suelen mostrar cuánto dinero tienen
para resultar creíbles ante su interlocutor. Son astutos: saben perfectamente
quiénes somos los que vamos de cuándo en cuándo y quienes trabajan allí y están
todos los días. El Borda es como una casa gigante donde todo el mundo se
conoce, ya sean médicos, enfermeros y enfermeras, maestranzas y hasta los
bufeteros del kiosco que les saben el nombre y las mañas a cada uno de los
pacientes que viven allí.
Hay los que saludan cuando una entra y, si volvemos a pasar tres o cuatro
veces por el mismo lugar, reiteran el saludo como la primera vez. Buen día,
dicen cadenciosamente, arrastrando ambas palabras y haciéndolas largas y
agradables. La mayoría especula de acuerdo con la vestimenta de los que pasamos
por ahí, evaluando nuestro aspecto para asignarnos un lugar socio económico: si
vamos va prolijamente vestidos, piden. Si alguien tiene pinta más humilde, no
piden. También están muy atentos a los que aprovechamos los parques y el
airecito fresco que corre debajo de los árboles para fumarnos un cigarrillo.
Rápidamente, como abejas a la miel, se acercan ¿me convida uno? Y detrás de ése
viene otro y otro y otro. Por eso, antes de salir de casa, chequeo tener unos
cuántos cigarrillos en el atado para no quedarme corta, y bastantes billetes de
cien pesos para los mangazos de pasillos y jardines. 
La cuestión del saludo está muy instalada: no sólo los pacientes lo hacen,
sino gran parte del personal, así que es una repetición de buenos días por aquí
y por allá.
Hay pacientes solos, demasiado solos. Una se da cuenta por el grado de
abandono y precariedad en sus ropas. Así como ellos nos evalúan, nosotros, los
que vamos cada tanto, hemos aprendido a observar para saber quiénes tienen
familia que se ocupa de ellos y quiénes no. Los que tienen familia suelen salir
los fines de semana o recibir visitas. Los otros están ahí por siempre… Para
ellos la semana no tiene sábados ni domingos: todos los días son iguales. 
Aproximadamente hasta el mediodía, el hospital tiene mucha vida: gente en
guardapolvos o uniformes que van y vienen, familiares con grandes bolsas de
comida que incluyen jugos, galletitas, yerba y golosinas. Después, ya por la
tarde, la vida del hospital es un enorme silencio y vacío, un desierto de
cemento y vidrio. 
En las mesitas y bancos de material ubicadas debajo de la arboleda generosa
suelen verse a las madres con sus hijos internados tomando mate. Algunos
pacientes conversan. Otros permanecen ¡tan callados…! Y hasta hay los que, aparte
de parecer mudos, se quedan quietos en una misma posición durante largo,
larguísimo tiempo. También deambulan los que hablan consigo mismos, pero son
los menos. Y están los que sacan conversación sobre el funcionamiento de los
ascensores (tienen como un relevamiento perfecto de los que funcionan y los que
no), del calor o del frío o los que se fijan en nuestro pelo, cartera o bastón.
Hoy, saliendo del pabellón Amable Jones, vi a un muchacho que se acercaba
mucho a un auto estacionado. Me llamó la atención que se quedara ahí parado.
Luego, caminó hacia mí y, cuando llegó, me dijo: “es grande ¿no?”. Me quedé
perpleja. ¿Qué cosa?, le dije como si fuera una conversación ya empezada y
absolutamente normal y cotidiana. “Mi músculo”, respondió tensando su brazo
derecho con el puño hacia arriba. Comprendí qué hacía delante de los vidrios
del auto: se miraba los bíceps… “Sí”, le confirmé y seguí mi camino
aprovechando una brisa fresca hermosa. Me dio ternura ese mundo suyo donde vaya
a saber por qué los músculos son tan importantes. 
Antes, me había cruzado con otro que me sonrió mucho y aduló mi bastón
porque le vio la banqueta. “¡Qué hermoso bastón!”, exclamó admirado. “Tiene
banquito”, le respondí devolviéndole la sonrisa. “¡Sí, me encanta!”. El mundo
Borda está lleno de este tipo de diálogos en los que una se queda atrapada y se
mimetiza. 
Mientras todo eso pasa y mucho más, los parques del Borda están llenos de pájaros: gorriones, calandrias, palomas y hasta algunos aguiluchos revolotean entre los seres que transitan y habitan el hospital. Los árboles, añosos y gigantescos, en esta época también frondosos, son parte de la belleza de los parques que rodean los enormes pabellones, donde todo vive, como los agapantus en flor diseminados por todas partes.
El Borda es un submundo dentro de ese gran mundo de los que estamos afuera.
Tiene sus códigos y sus reglas, sus costumbres, sus encantos y sus particularidades.
Y, también, tiene paz. Aunque parezca paradojal o extraño o extravagante, disfruto
mucho ir una vez al mes y sentirme integrada en ese submundo tan especial. 

 
 
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