DESMEMBRADOS

El clima político se ha enrarecido en los últimos tiempos. Semejan una cadena interminable de hechos que se concatenan y, paulatinamente, van llevando a enfrentamientos impensables hace, apenas, unos pocos años atrás. La espiral de violencia sube y sube. Se expresa no sólo en los discursos políticos, sino en las decisiones que toma cada presidente. Pareciera que ninguno quiere mantener la paz ni cerrar la boca y pensar un poco en sus gobernados. Todas las seguridades con las que vivieron hasta ahora se han esfumado, algunos países han cerrado sus exportaciones y ya no proveen su combustible a otros con menos recursos, lo cual ha traído un nuevo hábito: el de vivir sin electricidad demasiadas horas del día. Además, la consecuencia directa de la falta de energía es el cierre de fábricas cuyos propietarios han emigrado hacia tierras donde no se avecine una muy probable guerra.

La falta de trabajo ha sumido en la pobreza a grandes segmentos de la población que trata de entender cómo de haber tenido una vida tranquila, en paz y promisoria se ha llegado a un punto de miseria y sobresaltos que angustian y llenan de miedo a todos. La confrontación política en el ámbito internacional se traslada a la vida cotidiana, cambian las relaciones familiares, se tensan los vínculos entre padres e hijos y la zozobra se apodera de cada uno porque nadie vislumbra un escape a lo inexorable: la guerra está en puerta, el gobierno ha comenzado a reclutar a los jóvenes y convoca a las reservas, en cada pueblo o ciudad pululan los campos de entrenamiento, de lejos se escuchan los tiros de fusiles y metrallas, se hacen pruebas del funcionamiento de las sirenas que convocan a la evacuación segura, se reparan sótanos y escondrijos para la sobrevida, se cavan trincheras y todo, absolutamente todo, se prepara para la confrontación.

Antonietta y Ovidio no son una excepción: discuten todo el día. Ovidio, que antes trabajaba en la fábrica de acero, hace meses que ha sido despedido. El edificio en el que antes sonaban los chirridos de las máquinas que producían el mejor acero del país, ahora es un cuartel que alberga a los nuevos soldados. Todo es ¡tan penoso! El matrimonio siempre fue humilde y, como todos los pobres, ha concebido muchos hijos, ocho, para ser más precisos. Antonietta lleva el mayor peso de la pareja: es la responsable de hacer milagros para que todos coman y si bien se las ingenia con la cosecha de la huerta, nunca es suficiente para todos. Ovidio no sólo no puede entender las quejas de su mujer, sino que, ante cada palabra que ella emite, se enoja y comienza con los insultos. En realidad, sólo expresa su impotencia de haber pasado de ser el jefe y sostén del hogar, a sentirse un inútil porque con sus años ni siquiera puede alistarse y percibir el sueldo de un soldado. Los niños tampoco comprenden que se salteen las comidas, reclaman y lloran porque hay que aguantar hasta la noche para satisfacer el hambre. Esa escena repetida cada día lleva a que Adriano, el mayor de los ocho, planee irse del país hacia América, a miles de kilómetros de su familia. Sueña que podrá enviarles su sueldo y ayudarlos a salir de la pobreza extrema. Por otro lado, así se evitaría, también, ser reclutado para ir a morir estúpidamente en el frente. Siente que la guerra no le pertenece, que no es justa para nadie y la muerte, como proyecto, le resulta inaceptable.

-Madre, me dijeron que en Argentina hay muchas tierras, grandes tierras de sembrados donde sobra el trabajo. Quisiera irme para probar suerte. ¿A usted qué le parece? – se atrevió Adriano una mañana mientras su madre le servía un mendrugo de pan con un té lavado y sin leche. Es que ella la reservaba para la noche, cuando se la serviría a todos sus hijos con lo que quedara de pan.

-Me parece triste, hijo, triste que tengas que irte, aunque creo que es una buena idea, una salida para que no te llamen como soldado.

-No sólo eso, madre. Piense que también podría enviarles dinero como para que no tenga que sufrir tanto haciendo malabares con la comida. Yo podría ayudar, me gustaría mucho, tengo dos brazos fuertes, conozco el trabajo del campo.

-¿De qué hablan? – Ovidio justo entró a la mitad de la respuesta de su mujer que calló apenas lo ve asomando por la puerta.

-De nada.

-¿Cómo que de nada, mujer? ¿Qué estás diciendo, Adriano? ¿Que querés irte del país justo ahora, cuando la patria que los cobijó toda la vida los necesita? – el silencio penoso en el que se sumieron madre e hijo fue la continuidad de la ira y los gritos del padre. Si ya discutían antes, casi hasta por el vuelo de una mosca, el tema de la posible partida de Adriano era lo que faltaba para romper la poca tranquilidad del día.

Airado y furioso, Ovidio abandonó la cocina y dio un portazo que resonó en toda la casa e hizo temblar los vidrios de la ventana. Antonietta lloró en silencio y se secó las lágrimas con el delantal. Adriano la miró no sabiendo muy bien cómo consolarla.

-Madre, no se ponga así, papá entenderá que es lo mejor. Él no está enojado con usted. Ni siquiera conmigo. Está enojado con el mundo, con el gobierno, con la guerra que se viene.

-No entiendo… No entiendo… ¿Prefiere que le maten un hijo en el frente a elegir que se salve en América? ¿Cómo va a pensar en la “patria”…? – silabeó con sorna entre hipos de llanto - ¿Qué “patria”? ¿La que lo dejó sin trabajo, la que transformó la fábrica en un cuartel? ¿La que nos ha dejado sin luz y sin comida? ¿Esa “patria”? – volvió a silabear.

-Madre, trate de comprender… Papá tiene impotencia, rabia y dolor. Y sí… esa patria. Para él es la patria que lo vio nacer, la que conoció hasta ahora, la misma donde ustedes se encontraron y nosotros nacimos.

-¡Ma qué patria ni patria! – se exaltó Antonietta que ya había dejado de llorar - ¡Guerra, no patria! ¡Guerra, muerte, miseria, hambre! ¡Eso es la “patria” de la que habla tu padre! Está cada día más loco. Ya no lo soporto.

Quizás por ese rol de alimentar a todos, de agudizar el ingenio para que el hambre no le gane la partida, Antonietta era la más consciente de la situación, la que viera la realidad de manera descarnada.

Adriano habló un par de veces más sólo con su madre sobre la posibilidad de irse a Argentina. Sin embargo, desde aquella primera vez en que tocaron el tema, se cuidó muy bien de evitar la presencia de su padre en las conversaciones con su madre. Su plan pasó a ser un secreto entre los dos. Con la complicidad de Antonietta, se sentía contenido. Ella le daba fuerzas y lo impulsaba.

Varias noches de ese mes, Adriano escuchó las discusiones de sus padres en el dormitorio mientras sus hermanos dormían. Sólo en ese espacio ella lo enfrentaba, se le ponía de igual a igual, algo que jamás hacía delante de sus hijos. Adriano sentía profunda pena por ellos. Antes se llevaban bien pero, desde que el gobierno había comenzado a preparar a todo el mundo para la guerra y su padre se quedara sin trabajo, su relación era un infierno: discutían de la mañana a la noche. A veces, si estaban los chicos, ella callaba, pero apenas quedaban a solas, recomenzaban sin parar. La ineludible guerra se interponía entre ellos y no se daban cuenta de que los estaba carcomiendo.

El día en que se le cruzó el marinero y lo invitó con una cerveza en el bar del pueblo, Adriano supo que se le abría una oportunidad.

-Yo te puedo hacer entrar al barco porque hoy me toca a mí la guardia, como es de noche, será fácil. Tendrás que esconderte, tengo un lugar seguro donde podrás dormir. En el día puedo escurrirme y llevarte comida porque soy amigo del cocinero – dijo el desconocido mientras sorbía un buen trago de cerveza.

-No es tan fácil, no logro convencer a mi padre – le respondió Adriano con pesar.

-¿Y te vas a quedar acá esperando a que te llegue la citación para ir al frente?

-No, yo quiero irme. Es más, lo tengo decidido y mi madre me apoya, pero no es fácil enfrentar a mi padre. Es muy tozudo y está convencido de que tengo una deuda con mi patria.

-¡Ma qué patria ni patria! – dijo el muchacho sin saber que repetía, exactamente, las mismas palabras de Antonietta – vos tenés que avisarle a tu mamá para que se quede tranquila. Ella, seguramente, después se lo dirá a tu papá cuando ya estés en altamar y sea irreversible.

-Me da tristeza… Me duele hacerlo, aunque estoy convencido de que es lo mejor.

-¡Claro que tenés que hacerlo! ¡Ni siquiera vas a pagar pasaje, porque serás un polizón! Yo te aseguro que llegarás bien. Alguna vez me tocó estar en tu lugar. Ya sos mayor de edad, podés irte donde quieras y cuando quieras.

-Sí, lo sé… pero no puedo evitar la pena…

-Siempre da pena dejar la casa paterna y cambiar de país. Siempre… - el marinero clavó los ojos en un horizonte lejano, nostalgias de su propia partida allá a lo lejos – Pero tenés que animarte. No prepares mucha ropa, sólo un par de mudas, un bolso chico para que sea todo más fácil. Hablá con tu mamá, despedite de ella, abrazala fuerte. Te espero en el muelle a las diez de a noche, porque el barco zarpa a las doce. Por suerte hoy no hay luna, así que la oscuridad nos augura éxito. – el desconocido vació su vaso en un último trago, le tendió la mano y, así como llegó de la nada, se perdió entre la gente.

Adriano volvió a su casa. Su madre estaba sola en la cocina haciendo una sopa de verduras.

-Me voy esta noche, madre. Conseguí un barco. – Antonieta, con los ojos llenos de lágrimas y la espumadera en la mano, se dio vuelta y abrazó a su hijo con tanta ternura como tristeza.

-Te prepararé pan y un bolso – fue todo lo que dijo. Adriano asintió, le devolvió el abrazo, le acarició el pelo, le dijo que la amaba y luego de esa cortísima ceremonia de despedida, ambos parecieron volver a la normalidad, aunque el desgarro los carcomiera por dentro.

…………………..

-¡Adriano no está! ¿Vos sabés dónde está tu hijo? – gritó Ovidio prácticamente sabiendo la respuesta y como si Adriano no fuera, también, hijo suyo.

-Anoche se embarcó – sin más palabras, Antonietta salió de la cocina hacia la huerta huyendo de él. Ya está, ya se lo dije, ahora por más que patalee no podrá impedirlo, mi pobre hijo ya navega en el medio del mar hace horas.

Ovidio la vio salir, por unos segundos se quedó paralizado. Después se levantó y la siguió a la huerta, quería discutir, gritar, insultar, golpear los puños contra las paredes. Miró la espalda de su mujer curvada sobre las verduras y un halo de desolación le cerró la garganta y la boca. Se quedó ahí parado, al borde de la alambrada, mudo y sin palabras. Antonietta cortó las verduras y las puso en su delantal en forma de canasta, se irguió y enfiló a la cocina ignorando la presencia de su marido, como si no lo viera ahí, estático y en silencio. Por unos segundos hasta tuvo miedo de su posible reacción.

-Se fue y no se despidió de mí – murmuró Ovidio – se fue sin despedirse… - Ella echó todas las hojas cosechadas dentro de la pileta mientras esperaba lo peor. De repente escuchó sus pasos aproximándose a su espalda. Ovidio la tomó por atrás, la abrazó y apoyó su rostro en el hombro de ella. Sólo escuchó su llanto ahogado al lado de su oreja. Se dio vuelta y, manteniendo el silencio, sumó sus lágrimas a las de él. Al fin y al cabo, la guerra les había arrancado un hijo.

Estela Pereyra.



Comentarios

  1. ¡Muy bueno!! Siempre agregás una nota de realidad, de sentimiento, una nota muy fuerte!

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  2. Quedó hermoso, Estelita!! Dolorosamente hermoso. Me encantó.

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