Liliana

A su madre no le gustaba que se juntara con ella. “Es una putita” solía decir mientras la espiaba por la ventana de la cocina. La “putita” tenía sólo diez años, pero ya la cara lo decía todo, según su mamá. Morochita, alta, delgada, Liliana vivía al frente de la casa de Mariela, niña criada “bien”. Su padre maestro y su madre ama de casa cuidaban mucho las juntas de sus hijos. No había amistades que les vinieran bien: los Donato de la esquina no les gustaban porque eran futboleros, escuchaban los partidos de Boca a todo volumen por la radio y eran unos brutos; Liliana, que vivía con su madre y su abuela, tampoco, porque se decía en el barrio que la madre trabajaba de prostituta y la abuela dejaba mucho que desear. Los Esquivel de la casa de al lado no eran confiables porque el hijo adolescente podía ser un degenerado: siempre pulcro y sacando pechito haciéndose el lindo, era el suspiro de todas las nenas de la cuadra que morían por sus rulos rubios. Así las cosas, sólo quedaba Mónica, cruzando en diagonal, nena tan morochita como Liliana y que también vivía con su abuela, aunque la diferencia entre una y otra eran la ropa y los juguetes. Mónica era menor que Mariela, pero la única de la cuadra con pileta de lona, muñeca que hablaba y caminaba y un vestido primoroso por cada día de la semana.

 

-Liliana me invitó a tomar la leche en su casa.

-¿Cuándo y dónde hablaste con esa chica?

-En la escuela, mamá, ella está en el otro cuarto.

-No me importa dónde esté, sabés muy bien que no quiero que te juntes con esa putita.

-¡Pero mamá! ¡Yo quiero ir!

-No, no vas a ir a ningún lado. Te quedás en casa y tomás la leche con tus hermanos.

 

No la entiendo. Liliana es buena conmigo, me regaló la figurita número uno del álbum y ni siquiera me pidió otra. Mi mamá habla sin conocerla, siquiera. Me da bronca, no es justo. No me quiero pelear con ella. En los recreos siempre estamos solas las dos y no sé por qué. A la pobre Liliana no la quiere nadie y a mí tampoco, parecemos dos leprosas. Sé muy bien por qué a mí no me quieren, me dicen “traga” porque soy la mejor alumna pero a ella… que le cuesta tanto aprender las cuentas, pobrecita ¿Por qué la hacen a un lado? Siempre está impecable, el pelo le brilla en el sol cuando estamos en el patio.

Doña Acacia se asoma a barrer la vereda y no saluda a nadie. Quizás por eso tampoco los vecinos le hablan. “¡Andá adentro, Liliana!” se suele escuchar cuando ve que la niña sale y atraviesa el jardín hasta la puerta de madera para ver si encuentra con quien jugar. “¡Andá adentro, Liliana, ponete a hacer los deberes antes de que vuelva tu madre!”. La pobre chica se mete a la cueva donde vive con esa bruja malhumorada y mandona. La vieja termina de juntar las hojas de otoño desparramadas por el viento, atraviesa su puerta sin mirar atrás y no se la vuelve a ver hasta el atardecer cuando sale a hacer las compras.

A Mariela le cuesta mucho hablar de esa etapa de su vida: siente que el tipo de crianza recibida estuvo plagado de tabúes y prejuicios. Esa rigidez ha marcado su vida. Con esa mirada encaró el mundo y chocó mil veces con situaciones que la hicieron padecer y sufrir. Más de una vez tuvo que retroceder por sus juicios de valor exagerados que dejaron al desnudo cierta crueldad y una desaprensión muy censurable ante los ojos de otros.

 

-¿Qué te trajeron los reyes, Liliana?

-Un jueguito de té con seis tacitas, una azucarera y una tetera. ¿Y a vos?

-A mí una muñeca grande, toda de plástico, hasta el pelo. Toda de plástico…

-¡Ah! No es como la que le trajeron a Mónica que tiene pelo de verdad que se puede peinar y una argollita en el cuello que, cuando la tirás hacia afuera, hace hablar a la muñeca.

-¡¿Habla?! ¿En serio?

-¡Sí, yo la vi cuando pasé por la puerta de su casa con mi abuela yendo al almacén. ¡Me dio una envidia!

-¿Y cómo no? Al lado de la de ella, la mía es un cachivache. Mi mamá me dijo que le hará ropìta, pero no es lo mismo.

-La de Mónica trae un roperito con perchas pequeñas y un vestuario.

-¿Por qué los reyes harán tantas diferencias entre nosotras? A Mónica siempre le traen o una pileta o una bicicleta o muñecas que hablan – para Mariela era inexplicable lo que hacían los reyes tanto con ella como con Lilliana.

 

Mariela entra al consultorio, la psicóloga la hace pasar a un cuarto cálido y acogedor. Aún no sabe por dónde comenzar, se ha peleado con una compañera de trabajo, su marido se ha ido hace una semana de la casa y su jefe le dijo que aflojara un poco con las exigencias al resto de sus compañeros, que no podía ser que siempre estuviera encontrándoles defectos a todos, que debía ser un poco más comprensiva y evitarse los conflictos que ella misma generaba. Por alguna extraña razón se le viene a la mente Liliana, con quien se encontró hace pocos días después de más de treinta años. Liliana sigue con su pelo brilloso, ha estudiado medicina y es pediatra. Linda, sonriente, alegre, la abrazó con amor y le dijo que siempre recordaba aquellos recreos que pasaban juntas. Quizás por ello comienza por su infancia. La psicóloga escucha pacientemente mientras hace anotaciones en una libreta. Mariela le habla de la cuadra del barrio Evita donde transcurrieron esos años de reyes magos injustos, de putitas y niñas ricas, de lo que le decía su mamá sobre Liliana, de su encuentro con ella la semana pasada. Después de un rato de relato, hace un silencio y se queda pensando.

-¿Y qué la trajo hasta acá, Mariela? ¿Cómo fue que decidió comenzar una terapia?

-Es que mi marido se fue de casa, me peleé con una compañera y mi jefe dice que soy rígida y mal pensada, que desconfío de todo el mundo y que no debo ser así.

-Ahá, ¿y usted qué piensa, Mariela?

-Nada, no pienso nada.

-¿Cómo nada? ¿Está furiosa con su marido? ¿Sigue enojada con su compañera? ¿Está disgustada con su jefe?

-No sé. Mi marido no vale nada, mi compañera tampoco y mi jefe habla demasiado y se mete donde no debe.

-Ahá. ¿Y usted qué siente? – se hace un silencio largo y penoso. La psicóloga no lo interrumpe, simplemente espera. Después de unos minutos, Mariela se siente incómoda, molesta ¿Acaso esa mujer no le va a decir nada? ¿Nada de nada? Mariela apunta sus ojos a la ventana. A través de los vidrios ve cómo se mecen las hojas del árbol de la vereda.

-Nada. Sólo que no soy feliz.

Estela Pereyra.




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