LOS DOS MUNDOS DE GLENDA
Siempre tuvo dos mundos: el suyo y el normal. Bah, casi normal…
En ese mundo propio, desde muy
temprana edad, las cosas y las formas fueron y son difusas, nebulosas. No
existen límites concretos, sino bultos con movimiento o cosas estáticas. Las
luces de las lámparas se le diluyen en una suerte de escala cromática descendiente
hasta que se difuminan con el ambiente. Para Glenda, así es su percepción, por
lo cual aprendió, sin darse cuenta, que para discriminar una cosa de otra debía
tocar y memorizar. Las telas de algodón son suaves, las telas de las sillas,
ásperas.
Una y otra vez pasaba sus dedos
por las superficies de todo lo que la rodeaba y por eso podía saber cuál era su
saquito azul y cuál, el verde. El azul tenía cuatro botones, el verde, cinco y,
para ver sus detalles, debía acercárselos a los ojos. Y era entonces cuando
podía distinguir las rugosidades de los azules y los brillitos de los verdes
como ínfimos detalles de coquetería que su abuela había tenido en cuenta,
pensando que a Glenda le gustarían, a la hora de dar por terminado su tejido.
A los seis, como todos los niños,
comenzó la primaria. Sus padres, ateos y espiritistas, estaban llenos de
contradicciones: sin creer en nada, la inscribieron en una escuela católica de
monjas rigurosas y poco afectas a la comprensión o la empatía.
La maestra de primer grado que le
tocó se llamaba Olga. De larga sotana, velo negro con una franja blanca sobre
la frente, escribía sobre el pizarrón “mi mamá me ama” y daba la orden
“¡Copien!”. Glenda, desde el sexto banco, sabía que algo había sobre la tabla
negra contra la pared, un poco por intuición y otro por escuchar el sonido de
la tiza deslizándose sobre la madera que, cada tanto, hacía un ruido agudo que
lastimaba los oídos como si se hubiera puesto demasiado lisa y no quisiera
seguir escribiendo. Ella sabía que era así porque en su casa tenía una pizarra
pequeña y tizas de colores. Conocía perfectamente ese sonido.
Días antes del 22 de mayo, las
monjas comenzaron a inflar y colgar globos amarillos y blancos por toda la
escuela. Edificio antiguo, el establecimiento escolar constaba, en el medio, de
un gran patio rectangular al aire libre. Las aulas, ubicadas a lo largo de los
lados del rectángulo, se encontraban en una suerte de galerías techadas tipo
aleros a las que se accedía por una puerta enorme, alta y de dos hojas. Los
globos pendían de hilos prendidos con chinches en cada lado de las puertas y
también en los postes que sostenían los techos de las galerías. Sin dudas, lo
que a Glenda le quedaba claro, era que se venía una fiesta, porque los globos
eran para los cumpleaños como los que organizaban su mamá y su papá para ella y
sus hermanos.
Le daba emoción y alegría pensar
que habría una fiesta en ese lugar tan frío en todo sentido: por un lado,
porque las aulas eran heladas y, por otro, porque ella siempre se sentía ajena
a ese espacio tan rígido. Se lo contó a su mamá muy feliz: ¡Al fin habría algo
para disfrutar!
El día de la fiesta hicieron
formar a todas las alumnas en el patio dejando un lado desocupado y distante.
Allí pusieron la gran torta blanca con velitas encendidas cuyo fueguito
amarillo Glenda distinguía
perfectamente. Detrás de ella se ubicó un hombre que les habló con
palabras ininteligibles durante largo rato y, cada tanto, misteriosamente, las
monjas a coro repetían “amén, amén”. Glenda esperó a que terminara con sus
palabras en el idioma que no conocía. Dedujo que era un varón por su voz,
aunque lo único que veía a la distancia era un bulto blanco con un disfraz de
fantasma que levantaba y bajaba los brazos y que, al final, se puso a cantar en
esa misma lengua rara. Todo había terminado. Lo supo porque las hicieron
regresar a las aulas, pero sin darles ni un globo ni una porción de semejante
torta. ¡Monjas mezquinas! pensó. Monjas mezquinas que la quieren toda para
ellas. Volvió a su casa decepcionada y casi llorosa: la fiesta no había sido un
festejo de nada.
Su mamá escuchó sus quejas apenas
llegó. Indignada, al día siguiente la acompañó a la escuela para hablar con la
directora.
-Vengo a preguntar por qué
hicieron una fiesta y no les dieron torta de cumpleaños a las niñas – arrancó
su madre luego del buen día.
-¿Fiesta de cumpleaños? –
preguntó sorprendida la autoridad de la escuela – Acá no ha habido ningún
festejo de ese tipo.
-¿Cómo que no, si mi hija vio que
ustedes pusieron una torta enorme en el patio y globos por todos lados? ¡Por
favor! – exclamó sintiendo que se le subía la rabia por la garganta.
-No, señora, lo único que hicimos
fue una misa de campaña en homenaje a nuestra patrona, Santa Rita, nada más.
De un saque su madre pasó de la
indignación a la vergüenza y de ella, a la confusión. ¿Qué había visto Glenda…?
Llegó a su casa, le comentó lo
sucedido a su esposo e inmediatamente sacaron turno con un oculista para la
nena.
Después de un fondo de ojos y una
revisación profunda, el profesional le informó:
-La nena es miope, muy miope.
Esta criatura no ve nada. Tiene trece dioptrías en su ojo izquierdo y quince en
el derecho.
Desconsolada, la madre de Glenda
sólo atinó a tomar la receta y, a la salida, a entrar a la primera óptica que
encontró. Le probaron marcos de colores a la niña para hacerle los anteojos y a
la semana se los pusieron.
-¡Mirá, mamá! Ahora veo los
botones sin tener que acercarme! ¡Mamá, te veo el lunar de la cara! ¡Oh, qué
hermosas son las flores de la vecina del frente!
Una tras otra, Glenda fue
descubriendo las maravillas del mundo de los “normales”. Todo tenía forma,
color, demarcaciones… Las luces no eran difusas, sino redondas y
resplandecientes…
Glenda ya es abuela. Como siempre
pensó que su miopía avanzaría hasta dejarla ciega, siguió con su entrenamiento
táctil y auditivo, preparándose para que, si ese trágico momento llegaba alguna
vez, pudiera valerse por sí misma sin demasiada ayuda ni dependencia. Aún hoy
se obliga a reconocer texturas durante
la noche y, en el oscuro, a pasar sus dedos por cada una de sus prendas, a
memorizar los diferentes sonidos de las cosas que la rodean , a identificar a
las personas con sólo escuchar su voz y a distinguir los maullidos de cada uno
de sus seis gatos sin siquiera verlos. Sus ojos de lupa tienen la ventaja de
que, acercándose mucho a las cosas, pueden descubrir los más ínfimos detalles
que la gente común no puede ver. Pese a todo, sigue teniendo dos mundos: el de
los normales y el propio: el bello universo de los detalles casi
imperceptibles.
Estela Pereyra.

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