La curación blanca

Durante años varias personas, le hablaron a Marina de los hechos mágicos que sucedían en el cerro Uritorco. Uno tras otro se acumularon los relatos de luces extrañas, platos voladores, seres de otros planetas que bajaban de luminosas naves circulares y mantenían telepáticos diálogos con los presentes.

Camila y Margot pertenecían a un grupo esotérico que se reunía los fines de semana en los que hacían rituales de sanación para los enfermos. Todos vestidos de blanco formaban un círculo alrededor del paciente y, en una ronda lenta con rezos en palabras ininteligibles, daban vueltas y vueltas mientras hacían gestos con las manos y los brazos extendiéndolos hacia el techo, a la vez que danzaban una suerte de pasitos cortos como de baile, aguardando a que llegara el estricto momento de la mágica sanación: el paciente se desplomaba y caía en los brazos de varios de los que formaban la ronda.

Una tarde de marzo, Marina aceptó acompañar a Camila, su amiga de años a la que escuchaba con paciencia sus relatos sobre las virtudes del grupo. Aunque no compartía con ella ni su visión del mundo ni, mucho menos, sus creencias, al fin accedió a una de las tantas invitaciones que le hiciera Camila durante meses y meses, más que nada para satisfacerla y no porque la hubiera convencido de que ese mundo paranormal existiera;  pero, como su dolor crónico era insoportable, se dijo “¿Qué puedo perder yendo una tarde?”

Cuando llegó, encontró al grupo listo para el ritual. Todos rigurosamente de blanco la recibieron afables. Una vez pasadas las presentaciones, la invitaron a ponerse en el medio de la ronda para iniciar el acto curativo.

-No te asustes si de repente sentís que vas a caerte, nosotros te sostendremos.-, le  dijo Margot, amiga de Camila.

Comenzó la ronda, rezaron con sus palabras desconocidas, le dieron mil vueltas y esperaron el desmayo, la caída necesaria para la sanación, pero Marina no sintió nada. Quedó tiesa y de pie en medio de los desconcertados sanadores que, un poco resignados y bastante decepcionados, dieron fin al rito de curación.

Después de aquella tarde frustrante, Marina no volvió a intentar nada parecido. Continuó tomando la medicación que le diera el especialista y siguió su vida arrastrando el dolor crónico de su espalda.

A mediados de diciembre, una compañera de trabajo la invitó a irse juntas de vacaciones al cerro Uritorco. Como Marina sabía del profundo deseo de Camila de viajar alguna vez a ese lugar, le extendió la invitación. Camila, a su vez, participó a su amiga Margot; así que, luego de reservar los pasajes y hacer mil planes juntas, partieron las cuatro, a principios de enero del año siguiente, rumbo al cerro mágico. Por supuesto, Marina fue tan escéptica como cuando asistió al ritual de sanación. No esperaba absolutamente nada de la experiencia.

-Al cerro hay que ir de noche, -dijo Margot-, es cuando se ven las luces y, si tenemos suerte, quizás hasta veamos algún plato volador o extraterrestre.

Por respeto, Marina mantuvo silencio, aunque se reía para adentro de las locas expectativas tanto de Margot, como de Camila que, con su entusiasmo, habían llegado a convencer a Raquel, su compañera de trabajo, de que experimentarían algo inusual, fantástico y maravilloso. Las tres parecían niñas ansiosas por llegar.

Una vez establecidas en el hotel, hablaron con los lugareños que les recomendaron ir de noche, en lo posible cuando no hubiera luna y la oscuridad fuera el manto negro sobre el que sobresalieran las luces inexplicables de colores. Miraron el almanaque, calcularon la noche que les convenía ir, contrataron a un guía que las llevara por el escarpado camino hasta la cima del cerro y allá fueron.

Con sus linternas iluminaban el camino lleno de piedras por el que iban ascendiendo no sin pocos traspiés. Cada tanto se escuchaba el aullido lejano de algún perro de la zona o el sonido del aleteo de lechuzas y búhos que las miraban con sus ojos grandes desde los árboles. Marina comenzó a sentir cierto miedo: todo la asustaba porque en realidad eso de andar de noche en medio de un cerro le parecía un absurdo innecesario. Las otras tres, eufóricas, al principio eran pura charla y risas; pero, a medida que escalaban cada vez más alto, fueron perdiendo ese tono de alegría hasta quedarse mudas. En el medio de la noche absolutamente oscura sólo se escuchaban los pasos, alguna que otra rama que se quebraba al ser pisada y el rodar de piedras cuesta abajo empujadas por los pies de las cuatro mujeres y el guía.

De repente a Marina se le cayó el bastón que rodó y descendió perdiéndose en el infinito de los arbustos del cerro. El sonido de la madera contra todo lo que arremetió en su caída fue pavoroso. Le subió el miedo desde el estómago hasta la garganta porque ya no tendría adónde apoyarse. Temía caer y rodar como el bastón chocando con plantas y piedras. Como estaban casi en la cima, no le quedaba otra alternativa que seguir y llegar de una buena vez. Se maldijo mil veces por haber aceptado ser parte de esa locura, una expedición nocturna en un cerro perdido entre otros, donde la oscuridad reinaba de tal forma que apenas si se vislumbraban las siluetas iluminadas por las mortecinas linternas cuya luz, en esa inmensidad, de tan insuficientes, eran ridículas.

Y llegó el momento temido: Marina se resbaló, pisó una piedra que, bajo sus pies, se despeñó hacia la ladera del cerro y, junto con ella, comenzó a caer también Marina. A medida que su cuerpo se derrumbaba, las ramas le raspaban la cara, las manos y los brazos. Marina creyó que había llegado el momento de su muerte. Sus pensamientos se acumulaban unos sobre otros, imaginó expedicionarios buscando su cadáver durante varios días, helicópteros sobrevolando la zona para hallarla, a sus amigas llorando su destino y cosas por el estilo que sólo la aterraban más y más en esos segundos interminables.

De repente apareció en medio de la oscuridad, como salida de la nada, una mujer blanca vestida de blanco, cuyo cuerpo, entre transparente y luminoso, flotaba sobre las ramas. Marina, en su desesperada situación, recordó los cuentos que leía cuando era una niña, porque esa mujer parecía un hada que venía a salvarla. La mujer extendió los brazos como hacían aquellas personas del ritual de sanación. Marina recordó las palabras de Margot: “No te asustes si de repente sentís que vas a caerte, nosotros te sostendremos”. Entonces decidió dejar de resistir, relajar el cuerpo y aceptar esos brazos que se extendían hacia ella. Su cuerpo parecía haber caído en un colchón de algodón, dejó de rasparse con las ramas y quedó suspendidoa en el aire de manera inexplicable, horizontal como si estuviera recostada en una cama plácida, blanda y confortable.

-“Ahora tenés que pararte.”-”, le dijo la mujer, pero sus palabras no salían de su la boca, sino que le llegaban al cerebro directamente.

Marina se bajó de ese colchón suavemente, hizo pie sobre el mismo camino por el que antes había subido. Como un milagro, el sendero cobró luz propia, cual hilo de plata sobre el cerro. Con facilidad, Marina reemprendió el camino hacia la cima donde sus amigas lloraban desesperadas pensando en la desgracia de haberla perdido.

Cuando la vieron llegar, no podían creer que estuviera allí, después de semejante caída. Volvieron el parloteo y las risas, los abrazos y las caricias llenas de alegría. ¡Hasta el guía la abrazó sollozante y emocionado! ¡Era un milagro verla viva!

Los cinco se quedaron allí, en la cima, hasta que el alba hizo visible el paisaje de sierras y todo parecía volver a la normalidad. Sin haber visto ninguna luz extraña, ningún extraterrestre ni plato volador, comenzaron el descenso, felices de tenerla a Marina entre ellos.

Cuando llegaron al hotel, ya bien entrada la mañana, Marina les contó lo de la mujer vestida de blanco, les describió el colchón de algodón sobre el que había caído suavemente, la iluminación plateada del camino hasta la cima. Y ellas, que tanto habían creído que el cerro era mágico, paradojalmente, ¡no le creyeron!

-Tuviste una alucinación.-, le dijeron-. Nosotras no vimos nada. Si hubiera existido el camino de plata, lo habríamos divisado, pero sólo nos rodeaba la oscuridad.

Pasaron los días y llegó el tiempo del regreso. Camila, Margot y Raquel volvieron a su cotidianeidad, decepcionadas con el cerro Uritorco. Sin embargo, aunque parezca muy raro, a Marina nunca más le dolió la columna y, por suerte, ya no toma calmantes para el dolor.



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