Cuando la muerte de un ser amado se avecina, una teje y entreteje montones de fantasías de cómo será la vida por venir cuando todo sea irreversible. Se imagina un llanto vivo, de la mañana a la noche, un no poder vivir, una pérdida de la risa y el humor, un sufrimiento que no dejará ni respirar. Sin embargo, cuando finalmente llega ese momento, nada es como esas fantasías urdidas en medio de la incertidumbre y el miedo.

La vida se presenta arreciando: los hijos, nietos, familiares y amigos siguen su existir, cumplen años, se besan en navidad y se desean feliz año nuevo, los compañeros continúan haciendo preguntas sobre tareas posibles y reuniones, se vencen la luz y el gas, hay que pensar en el supermercado o la comida de los gatos y perros o el riego de las plantas o cómo cumplir los compromisos adquiridos. Esa parafernalia de la vida en movimiento nos arrasa, sumerge, arrastra a una cotidianeidad ineludible, aplastante. Y es así porque la vida no se detiene como aquélla que ya no está.

Entonces una descubre que no llora de la mañana a la noche, que tiene que pagar las cuentas, cantar felices cumpleaños uno detrás del otro, comprar la comida y cocinar, atender a los bichos y las plantas que no pueden comprender que se está de duelo.

Sin embargo, el duelo existe como una sombra muda e interna en la que la ausencia desgarra y se llora cuando nadie nos ve, en momentos de intimidad absoluta y solitaria. Y va y viene de la tristeza agobiante, a la tristeza callada y sobria o de las lágrimas furtivas en público sólo por un ratito para no preocupar al resto, al llanto tibio y largo en la soledad.
 
Hay muchos momentos en que una ríe a carcajadas a pesar de todo y hay otros donde la tenaza en la garganta se instala impertinente y densa. Es cuando una redescubre una y otra vez que el duelo está ahí, a pesar de que creía que había llegado el sociego, que la ausencia es como la sombra misma, que la cama es demasiado grande, que aún no es momento para repartir las cosas que quedaron del ausente para siempre, que cada prenda o pertenencia personal remite ineludiblemente a un tiempo pasado irrepetible y se torna insoportable.

Días tristes, sí. Y otros casi alegres. Si no fuera por ese casi una tendría muchas ganas de concretar lo pendiente, de ponerle esas ganas tan ausentes como el ausente a todo lo que habría que hacer para recuperar la propia vida, aunque esta vez en soledad.

Los duelos se transcurren, se atraviesan, se sobrellevan. El sube y baja de emociones, desesperaciones, desconsuelos se suceden día a día.

Todo pasa, dicen, y una recuerda que los chinos sostienen que hay que tomar té durante un año porque cura, pero lo que sana no es el té, sino el año. Me lo repito como una canción de cuna que me ayude a cerrar los ojos y dormir.

Hay días como éstos, de domingo o de lunes, no importa si verano o invierno, en que la vida pareciera detenerse en la nostalgia como un cuchillo de fuego en el medio del vientre.

Tomar té, me repito con un dejo de esperanza, tomar té…



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