Dos alas
Mi contextura es noble, firme,
casi dura, aunque un mínimo raspón me deja una marca. Fui hecha con amor, el
amor de un hombre que miraba a través de los ojos de su mujer.
Algún día él la vio cosiendo y
renegando por la falta de espacio, tomó nota, aunque no dijo nada, hasta que un
día se sentó y dibujó unos planos: eran la expresión de cómo él me imaginaba.
Trazó líneas, pensó mucho y un buen día salió a mi encuentro. Me eligió entre
otras parecidas a mí, calculó espesor, fortaleza, resistencia y belleza. Luego
me esperó hasta que otros hombres extraños me bajaron del camión.
Me recibió alegre, con mucho
cuidado me puso paradita en el patio y al día siguiente, por la mañana
temprano, comenzó a trabajar sobre mí. Me cortó en tres, midió cada trozo,
articuló uno con otro, me puso bisagras y me dio flexibilidad, me plegó una y
mil veces hasta que le gustó cómo iban quedando mis brazos.
Después me lijó, lustró y me puso sobre un pie antiguo al que previamente desoxidó y pintó de negro. Nos hicimos amigos a primera vista, al fin y al cabo, juntos, conformamos un mismo cuerpo. Al pie le puso cuatro ruedas potentes y tan firmes como yo para darle la posibilidad del movimiento que le permitiera trasladarse de un lado a otro.
Ya listos los dos y pegados para
siempre, me llevó hasta ella quien me miró extasiada. Con el mismo amor con que
él puso manos a la obra, me miró esa mujer cuando me vio por primera vez. Él se
quedó contemplando la alegría de ella, tan expresiva, mientras disfrutaba del trabajo
logrado y del entusiasmo de su mujer.
Después de unos minutos en que le
explicó cómo funcionaban mis articulaciones para extender mis brazos, puso
sobre mí, de un lado, una máquina de coser mirando hacia ella. Luego,
deslizando las ruedas en ciento ochenta grados, colocó la otra máquina de
coser. Extendió mi brazo contiguo a la primera máquina y le dijo “así podés
abrir la tapa y poner la tela que estés cosiendo arriba”. Luego volvió a girar
la mesa y abrió mi otro brazo, como prueba de mis cualidades.
Desde entonces soy aliada de esa
mujer que me tiene siempre cerca suyo, como si fuera un talismán o quizás una
conexión con aquel momento único de encuentro entre nosotras y él como mi
hacedor.
Como dije, soy simple, apenas una mesa de madera lustrada con un pie antiguo y firme pero, aunque suene cursi, amo que ella me ame así, tan profundamente. A veces pienso que no es a mí a quien quiere tanto, sino a él, que me hizo con tanta pasión hacia ella, pero no me importa, igual, soy feliz: sobre mis brazos se posan las telas que cose, concentrada, prendas hermosas para los miembros de su familia y sus compañeros y compañeras, mientras su mente vuela vaya a saber dónde. No me habla nunca, permanece muda y atenta, los ojos clavados en la costura. A mí me da admiración su poder de concentración, su prolijidad, su obsesión por los detalles. Me parece que ellos se parecían mucho, porque también así fui armada, con la misma concentración. La única diferencia entre ambos es que él, mientras me daba forma, cantaba tangos a viva voz. Ella, no sé por qué, no canta. A pesar de todo, me gusta imaginar que mientras cose y cose, viaja lejos a lugares soñados. Es cuando yo, modestamente, despliego mis dos alas para acompañar su vuelo. Por eso soy tan feliz a su lado.
Estela Pereyra.

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