El largo camino al fútbol

Por Estela Pereyra

En pleno 1977 conseguí trabajo como fotógrafa gráfica (operaria de laboratorio de offset) en el diario La Ley. Me tomaron como aprendiz, una de las categorías del convenio colectivo y, por supuesto, el salario era uno de los más bajos. Sin embargo, en quince días había aprendido el oficio de todo lo que hacía el fotógrafo oficial: revelar las películas del tamaño de una radiografía grande, fotografiar con una enorme máquina que tramaba las pocas imágenes que se publicaban, evaluar si la letra de las películas no estaba “reventada” y pasarlas de negativo a positivo, una operación que, en otras partes, se hacía con dos películas y en este lugar, con una mezcla de químicos, se realizaba con una sola, algo que era verdaderamente interesante por el ahorro económico que significaba.

Al segundo mes despidieron al fotógrafo y quedé a cargo del laboratorio y su personal y, si bien me aumentaron el sueldo, pese a que terminé haciendo el trabajo del despedido, no me pagaron el salario de un oficial fotógrafo. A mediados del tercer mes, mi jefe me anunció que quedaría efectiva, porque hasta ese momento estaba “a prueba”, aunque la prueba no existía en las leyes de contrato de trabajo y era ilegal. Pregunté con qué categoría me efectivizarían y me respondió que con la misma con que había entrado, es decir, como aprendiz. Eso me enojó muchísimo: hacía el trabajo del fotógrafo, distribuía las tareas entre mis compañeros y compañeras, controlaba la calidad de todas las películas que salían del laboratorio y, en síntesis, dirigía todo mientras el jefe leía el diario. Tenía nada más que veintiún años. Sin pensarlo demasiado, un 18 de octubre mandé mi telegrama de renuncia a partir del 31. Mi jefe se quiso matar. Apenas la oficina de personal recibió el telegrama, me citó un sujeto que, creo, era el director. Se llamaba Algorta.

Algorta era temido por los empleados. Muy temido. Sin embargo, en esos meses en que estuve, cada vez que venía al laboratorio –bastante seguido, por cierto- conmigo se deshacía. Yo no le tenía ningún miedo y cada vez que pasaba, le mangueaba cosas que necesitábamos: guardapolvos y guantes de goma para no mancharnos de amarillo las manos. Al rato que se iba el tipo llegaban los guantes y en un par de días, guardapolvos nuevos para todos. A mí me sonreía y algunas veces me parecía que se le caían las babas… Es posible, yo era muy joven y él pisaba los cincuenta o algo más. Pues que me citó a su mismísima oficina y fui acompañada de mi jefe, un tipo bastante chupamedias del director y muy pusilánime.

El despacho de Algorta era todo de madera, con un escritorio enorme y tallado sobre el que había un vidrio grueso que lo cubría y debajo del cual había algunas fotos, un juego de tinteros y pluma, algunos papeles y carpetas. Todo muy elegante, pulcro, lustrado, sobrio y antiguo. Sobrecogedor, era la antítesis exacta de nuestro mugriento laboratorio. Las sillas eran de estilo, tapizadas en verde oscuro y con apoya brazos y en las paredes, en estanterías del mismo tono de madera y tan lustradas y relucientes como el resto del mobiliario, lucían colecciones completas de libros de leyes y los anales jurídicos que publicaba el diario y nosotros elaborábamos.

Cuando entré me estaba esperando el sujeto sentado en un enorme sillón, también todo tallado en madera como el escritorio y las bibliotecas. Adusto, no tan simpático como cuando iba a visitar el laboratorio, arrancó con una extraña conversación, al menos inesperada para mí que aún no entendía por qué había sido citada ante el máximo cacique de la empresa.

- Me dice su jefe que mandó un telegrama de renuncia y quiero saber a qué se debe – rompió el hielo don Algorta.

- A que no estoy de acuerdo con mi efectivización como aprendiz.

- Esta no es una empresa de beneficencia – respondió.

- Lo sé.

- Además, usted pidió tres millones de pesos y le pagamos cuatro millones y medio.

- Sí y como no es una empresa de beneficencia no es que me hayan regalado nada, sino que me pagan un poco más por hacer el trabajo del fotógrafo que cobraba nueve millones de pesos.

- ¡Usted es una soberbia!

- No, soy justa, hago el trabajo que vale nueve millones de pesos.

- ¡Pero usted recién entra!

- Sí, pero hago el trabajo de fotógrafo gráfico, no el de aprendiz. Usted lo sabe.

- Así no se puede arreglar nada con usted.

- No, yo no les pedí nada, ningún arreglo, simplemente renuncié.

- Pero usted es una desconsiderada, porque renuncia cuando estamos tapados de trabajo con los anales.

- Lo siento, cumpliré mi trabajo hasta el 31.

- Allá usted. Es impenetrable y soberbia, así no hay ningún acuerdo posible.

- No. No hay ningún acuerdo.

- Está bien, que tenga suerte – respondió furioso y en tono cortante.

Me levanté de la silla con mi guardapolvo todo manchado de amarillo por las salpicaduras de revelador y volví al laboratorio. Me sentía extrañamente triunfal. Cuando llegó el fin del mes, me fui silbando bajito, contenta y decidida a buscar otro trabajo, eran épocas en las que en los avisos salían muchas búsquedas y propuestas.

Pocos días después me llamó una compañera del diario para avisarme que por radio nacional él ministerio de trabajo estaba pidiendo fotógrafos gráficos. Allá fui. En el mostrador del ministerio, donde funcionaba una bolsa de trabajo, atendía un señor bajito, morocho y agradable que aún recuerdo. Le expliqué a qué había ido y con cierta pena me comunicó que la empresa ya había tomado el personal que necesitaba. Vaya a saber cuál fue mi cara, porque casi inmediatamente cambió de idea y se volvió hasta el mostrador. Cómplice y solidario, copió a mano en un papel el nombre y la dirección de la empresa y me dijo que lo intentara, que total, perdido por perdido… Al día siguiente concurrí a ese domicilio, toqué timbre, dije que era fotógrafa gráfica y que me mandaba el ministerio. Me hicieron pasar y una señorita muy correcta y bien vestida me estiró una ficha para que pusiera mis datos, aunque antes me advirtió que ya no necesitaban más personal. Persistente, como es mi carácter, llené la ficha y esperé para entregarla. De repente, la empleada me preguntó si quería ser entrevistada por el jefe de personal. Por supuesto que acepté, algo me ilusionaba con conseguir ese puesto de trabajo. Ya frente al jefe, un hombre joven en mangas de camisa, medio rubión y delgado, hice alarde de conocimientos como si fuera una experta. Más tarde descubriría que mis “saberes” gráficos eran más que limitados para lo que se hacía en esa empresa, pero yo tenía que vender mi mano de obra, así que la ensalcé hasta lo más exagerado que pueda suponerse y terminé convenciendo a ese muchacho de que acababa de conocer a lo más granado del sindicato gráfico. Entusiasmado con mi exposición, me dijo que quería que me conociera el jefe de planta. Inmediatamente lo llamó por teléfono y en pocos minutos se presentó un hombre de unos cincuenta años, muy alto y delgado, con acento español.

Apenas entró, el jefe de personal le espetó: “esta chica dice que sabe positivar con una sola película”. El español se sentó y volví a la carga con la venta de mis saberes. Conté con detalles lo que hacía en el diario La Lay, me mandé la parte de que era oficial fotógrafa y lo convencí de que estaba prácticamente delante de una genia. El español estaba tan fascinado como el otro, interesadísimo en el revelado y positivado con una sola película. Rápido, me pidió la fórmula de los químicos para poder implementarla en la empresa. Yo, ya suelta de cuerpo y acariciando el puesto de trabajo con la punta de los dedos, sabedora de que me había metido a los dos en la bolsa, respondí con la misma velocidad: yo le doy la fórmula y usted me da el trabajo. Ambos asintieron con la cabeza, como si estuvieran haciendo el mejor negocio de su vida y yo me fui con un papelucho que me autorizaba a hacerme la revisación médica para entrar a trabajar en esa empresa. Así entré a APUS, una gráfica que imprimía varias publicaciones, entre ellas la revista Tía Vicenta. Casi un año después de mi ingreso, comenzó a editar el diario Convicción, nada menos que de propiedad del genocida Massera, situación paradojal y muy atemorizante que selló mis labios todo el tiempo que permanecí en ese lugar.  

Cuando llegó mi primer día de trabajo, me acompañó el español hasta el laboratorio y me presentó uno por uno a todos los que serían mis compañeros. Eran unos cuatro o cinco hombres que me miraron con un desprecio infinito. Mi inocencia y juventud impidieron que entendiera de entrada semejante mala recepción. El jefe de planta se retiró y quedé allí esperando que alguno de ellos me dijera qué hacer. Pero nadie decía nada. Me hicieron un vacío terriblemente incómodo. Sola y por mi cuenta entré al cuarto oscuro para conocerlo. Las instalaciones de este laboratorio eran mil veces mejores y profesionales que mi anterior trabajo: se entraba a ese cuarto apenas en penumbras rojas a través de una puerta giratoria y cilíndrica que impedía el ingreso de luz y lo separaba del resto de la sección. También allí estaba instalada una parte de la gran máquina fotográfica con la que se tramaban las fotos para luego mandarlas a otro sector ya listas para el armado de las páginas que luego se pasaban al sector de impresión. Ese aparato enorme era muy diferente al que conocía: una parte estaba dentro del cuarto oscuro y la otra del otro lado, donde tenía una suerte de plancha horizontal grande, con correderas y luces que enfocaban los originales de las fotos. La distancia a la que se colocaban las luces y el tiempo de exposición que se le daba a la imagen dependía de cómo estaba el original, si era de buena o mala calidad. Ese cálculo lo hacía a ojo el fotógrafo oficial que, debo reconocer, tenía una enorme experiencia y gran conocimiento de su oficio.

Con el correr de los días me terminaron crucificando al laboratorio para revelar lo que ellos hacían. Me dieron el trabajo más idiota de todos, el más sucio, el más inmundo. Vivía con las manos teñidas de amarillo de tanto manipular revelador. Fue pasando el tiempo y me fui cansando de ese silencio al que me sometían. “El trabajo gráfico es para machos” recuerdo que decían cada tanto como para recalcar por qué no había sido bienvenida ni tampoco les caería simpática jamás. Ellos entraban a las seis de la mañana y tomaban mate hasta la siete, hora en que llegaba yo, así que ni siquiera compartían el mate conmigo. El resto del día transcurría en el laboratorio y, al medio día, se hacía un alto para comer alguna cosa frugal que traíamos desde casa en recipientes plásticos. Jamás hablaban de política ni de otras cosas. El único tema recurrente era el fútbol, así que yo permanecía en silencio porque no sólo no me daban pie para hablarles de alguna otra cosa que no fuera el trabajo, sino que tampoco entendía nada de ese deporte. Es más, así como estaban convencidos de que era un trabajo para machos, también sostenían algunas consignas acordes con su ideología: “el oficio no se regala, se roba”, frase que escuché mil veces dichas con sorna y que, por supuesto, me instaba a convertirme en una ladrona de sus conocimientos, aunque era muy difícil el latrocinio mientras me impidieran, con tanto ahínco, acercarme a esa fantástica máquina que tramaba las fotos. Yo deseaba locamente hacer eso, pero la oportunidad no llegaba nunca, siempre era abortada por alguno de ellos que, sin ninguna compasión ni consideración, se interponía entre esas fotos originales y mi sueño de aprender.

Pasaron unos meses y mi incomodidad y angustia aumentaban. A nadie le importaba hacer los positivos directos con una sola película. El primero en negarse fue el oficial y al final hasta convenció al jefe de planta de que eso era un delirio.

Harta de no saber qué era un offside o una pelota de media cancha, una tarde, a la salida, fui a una casa de deportes y compré un estatuto de fútbol. Llegué a casa y me puse a estudiarlo concienzudamente. También, en el camino de regreso, compré mi primera revista Goles. Leí sus notas, la vida de los jugadores, el análisis de los partidos y, como si fuera poco, comencé a mirarlos por televisión, especialmente los domingos. Esa “tarea” autoimpuesta debe haber durado cerca de un mes, aproximadamente, hasta que un lunes, después de los partidos del domingo, tomé coraje y metí mi primer comentario de fútbol. Ya no recuerdo sobre qué fue, pero tengo totalmente presentes las caras de asombro de los cuatro. Se quedaron pasmados, mirándome incrédulos. Por dentro, me sentía triunfal, uno a cero, pensaba. Siguieron hablando sin darme ni la razón ni una refutación, como si no estuviera. Pretendieron usar sus claves futboleras en la conversación, como para pasearme hasta que pisara el palito y quedara fuera de juego por ignorancia. Sin embargo, permanecí impertérrita y metí mi segundo bocadillo que, supongo, fue bastante acertado. Entonces uno de ellos respondió, quedó enganchado en mi observación y rompió el hielo en el que me habían congelado desde mi ingreso. La conversación siguió hasta que otro me preguntó ¿De qué cuadro sos? Suelta de cuerpo, como si tuviera un club de mis amores, respondí “de Boca”, como para decir algo, aunque reconozco que todos los clubes me daban igual. Sin embargo, sabía que tenía que responder algo convincente, algo que me pusiera de igual a igual y que mostrara que ser mujer no me disminuía ante su pequeño mundo de pelotas, corners y penales. Creo que el dos a cero fue cuando dije Boca.

Seguí, día a día, leyendo la revista Goles, mirando los partidos en la tele y hablando de fútbol con esos cuatro tipos machistas y distantes. Mi objetivo ya no era usar la dichosa máquina de tramar fotos, sino vencerlos en un partido desigual, que ni siquiera era mano a mano, sino de cuatro contra una con varias tarjetas amarillas y candidata a una tarjeta roja definitiva. Un buen día, llegué a las siete como de costumbre y el que siempre cebaba mates se sentó y me dijo “te estamos esperando para tomar mate”. Casi muero de la emoción. Me comentaron que habían hecho algunas fotos de seis a siete para hacer tiempo hasta que yo llegara. Y si antes les había ganado un partido, en ese momento sentí que había pasado a estar primera en la tabla y que tenía muchas posibilidades de ganarles el campeonato metropolitano. Los días subsiguientes comenzaron a transcurrir con esa nueva rutina. Ellos me esperaban con la pava caliente y comenzaba el mate de siete a ocho. Para entonces me había transformado en una experta, a veces me discutían de igual a igual, otras me explicaban por qué no estaban de acuerdo y, así, aprendí de ellos lo que era una pared, lo que significaba una jugada de pelota parada y tantas otras cosas que hoy me resultan absolutamente familiares.

El día que el oficial me dijo vení, que te voy a enseñar a sacar fotos, toqué a dios con las manos. Con calidez y paciencia me fue mostrando fotos de diferentes calidades y su relación con el tiempo de exposición y la distancia de las luces. Me hacía jugar con fotos viejas para que fuera probando sola hasta encontrar el exacto punto para que saliera bien tramada y contrastada. La empresa jamás se enteró de la cantidad de películas que usamos y desperdiciamos en mi aprendizaje. Mis compañeros tampoco volvieron a repetir que el oficio era para machos y me liberaron de ser una ladrona parecida a una espía infiltrada en una sección de un diario. Y mientras ellos aprendieron que gratifica más regalar el oficio y que el mundo de machos, de tan pequeño y mezquino, se pierde de muchos buenos sabores de la vida, yo aprendí de fotos y fútbol.

Varios meses más tarde me fui porque conseguí un trabajo que cuadruplicaba mi sueldo. Me hicieron una despedida. Compraron pizza y coca cola para el mediodía, no me dejaron pagar mi parte y, cuando me despedí con un abrazo a cada uno, dos, con lágrimas que indisimuladamente les corrían por su rostro, me pidieron que les prometiera que si mi nuevo trabajo no me gustaba, volvería con ellos.

 




 

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

¿Qué le pasó al peronismo en estas PASO?