De pasados y presentes

Por Estela Pereyra

 

La primera vez que se lo puso en las manos fue en la casa de su cuñada. Suave, delicado como crema, el jabón debajo del agua hacía espuma, burbujas pequeñas que acariciaban la piel. Curiosa y, por qué no, deseosa, preguntó. Jamás en su vida había visto un jabón así. Cuando supo, compró varios frascos con aroma a rosas. Cada vez que se lavaba las manos sentía que se las agasajaba como un mimo único, propio, íntimo. Se las secaba, las llevaba hasta su rostro y las olía. No faltó quien dijera que era una exagerada, al fin y al cabo sólo era un jabón más. Sin embargo, para ella eran un viaje a un jardín imaginario y sólo suyo, lleno de rosas trepadoras color rosa, exuberantes debajo de los rayos del sol.

Un buen día buscó infructuosamente ese jabón adoptado como propio. Entró a todos los supermercados, escrutó todas las farmacias, preguntó en todas las perfumerías, pero nada, la fábrica había decidido no volver a producirlo. Discontinuado, le decían, pero no era un consuelo. Buscó la fábrica por internet, les escribió un auténtico reclamo. Amablemente, le repitieron “discontinuado”.

Para ella, aunque pudiera pensarse que lindaba con lo ridículo, fue un duelo. Nunca más ningún jabón la satisfizo como ése y sintió pena, mucha pena de que, como tantas cosas, hasta el jabón fuera parte de su pasado.

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En su infancia vivían en una ciudad del conurbano y sus abuelos en “la” capital. Decir la capital era pronunciar algo importante, superior, de mejor calidad, de más poderío. Ante sus ojos de niña con vida modesta, la capital era sinónimo de lo inaccesible.

Ir a la casa de sus abuelos era toda una experiencia inenarrable. “El domingo vamos a ver a mamá” solía decir su padre y toda la familia festejaba el larguísimo viaje que harían en el colectivo 406 que salía casi de Ezeiza, atravesaba la Ciudad Evita, tomaba la General Paz en cuyos costados se erigían esa suerte de casitas de techos a dos aguas como las de los siete enanitos a las que soñaba entrar, hasta que el vehículo tomaba la Avenida Rivadavia donde cada tanto se detenían para dejar cruzar a los tranvías. Bajaba toda la familia en Carabobo y Rivadavia. Caminaban dos o tres cuadras y llegaban hasta la puerta enorme de madera, doble hoja, con vidrios y rejas con dibujos redondeados e imitaciones de hojas de rosas, en hierro forjado, que se entrelazaban entre sí.

Su abuela abría, atravesaban el largo pasillo y por una pared a la izquierda se asomaban largas ramas de un jazmín de flores blancas, pequeñas y olorosas. La casa de los abuelos era la última de una propiedad horizontal antigua, con patio al medio y habitaciones alrededor con puertas también de doble hoja y persianas de metal que se plegaban en dos. Cuatro pliegues por cada puerta, dos de un lado y dos del otro. Un poco más arriba de la mitad, con una manijita se abrían algunas de esas especies de tablitas que configuraban las persianas. Una vez se quedó a dormir y descubrió que por esas hendiduras, a la mañana, entraban rayos de sol cual si fueran líneas rectas de luz que iluminaban la cama enorme y el ropero de cuatro puertas.

Después de almorzar, su abuela tocaba “La fascinación” en el piano. Era como un ritual. Y, después, a jugar.

Las dueñas del jazmín vivían en el departamento anterior al de sus abuelos. Eran dos hermanas solteras y mayores, casi viejitas. “Solteronas” decía la abuela. Una de ellas se llamaba Teresa. A la hora de jugar, Teresa los hacía pasar y les convidaba chocolatada con Vascolet y bizcochitos Canale que sacaba de una lata con un vidrio redondo en el frente. Los ponía prolijamente en un platito, se sentaba al lado de los chicos y los miraba comer en su cocina impecable y medio penumbrosa. Ir a lo de los abuelos también implicaba no sólo comer los bizcochitos dulzones con las vecinas, sino cortar las flores del jazmín y sumergirlas en agua imaginando que elaboraban un perfume especial. Cuando anochecía, comenzaban los preparativos para el regreso. Sus padres les ponían los abrigos y se despedían para llegar nuevamente hasta la Avenida Rivadavia y subirse al 406 que los llevaba de vuelta a casa.

Primero partió su abuelo y después de un tiempo su abuela se mudó a un departamento moderno. Ya no recuerda cuándo fue la última vez que estuvo en aquella casa donde las puertas del comedor, el dormitorio, el baño y la cocina daban al patio cuadrado de baldosas con arabescos.

Muchos años más tarde, trabajando, tuvo que visitar una empresa en la calle Alberdi al 2200. Recordó como un mantra lo que decían sus padres: Alberdi 2027, cerca de  Carabobo. Ya que andaba por ahí, decidió ir hasta esa antigua puerta de madera de dos hojas a recordar viejos tiempos, en realidad, a recuperar un pedazo de su infancia. Sin embargo, cuando llegó, se encontró con un paisaje desolador: en el lugar ya no existía la propiedad horizontal de la casa de sus abuelos y de Teresa y su hermana, sino un edificio altísimo y moderno de departamentos, rectangular y lleno de balcones en cada piso. Tampoco existían más ni el 406 ni los tranvías. Ni los abuelos ni nada.

Supo entonces que la casa de los jazmines olorosos, los bizcochitos Canale y la canción “La fascinación” sólo vivían en su memoria. Lloró mientras se alejaba y nunca más pasó por ahí. 

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Cuando la lluvia cae sobre la tierra produce un aroma único, incomparable con otro. Es hermoso percibirlo, dejarlo entrar hasta que penetre en los pulmones, disfrutarlo cada tanto y aprovecharlo porque no llueve todos los días. Pasa la tormenta y el agua de las nubes lo dejan como regalo de la vida. Si sale el arco iris y se lo puede ver, semicircular y resplandeciente, se mezclan el olor a lluvia y los colores pasteles transparentes, fugaz momento que recalca que una y otra vez la naturaleza pasa, deja su estela y se va para volver a comenzar.

Así comprendió que todo pasa, que nunca se sabe cuándo cada situación será la última vez, que todo lo que es presente tangible da paso inmediato a lo pasado irrepetible, que cada momento es único, que es inexorable que todo termine y desaparezca, como el jabón discontinuo, los bizcochitos Canale y los tranvías del barrio de Flores de sus abuelos. Y aprendió, también, que el presente no da tregua, avanza sobre el pasado y  apenas si deja recuerdos que se amontonan unos con otros armando un ovillo de vivencias que sólo persisten en cada ser humano, únicas, íntimas e intransferibles.



 

 

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