CATARSIS

(a Germán)

 

Por Estela Pereyra

 

El lunes Germán llegó a su oficina. Veinte frescos años bien plantados  en su cara de niño con esbozos de barba. Con ansiedad le dijo ¿Qué tenías puesto el viernes?.  Perpleja ¡Qué sé yo!

- Yo me acuerdo que llevabas un pantalón negro y un pulóver verde oscuro, prosiguió como continuando la pregunta. 

- ¿Y eso qué tiene que ver? – prosiguió sin entender.

- Que mañana todos vendremos vestidos como el viernes pasado para que ganemos, no me falles y ponete el pantalón negro.

 Así como entró, con un montón de papeles en la mano, salió sin más trámite.

 Esta mañana lluviosa y desabrida saltó de la cama al tiempo que la radio reloj le cantaba la temperatura y la humedad, se paró frente al placard y sin dudar arrancó el pantalón negro de la percha, revolvió los cajones hasta encontrar el pullover verde y miró sus aros colgantes delante del espejo mientras se peinaba mimetizándose consigo misma tal como estaba el viernes pasado, cuando Argentina ganó un partido en el campeonato mundial, no muy conciente si lo hacía por fe en la cábala o por Germán. Cuando la vio entrar por la gran puerta de vidrio sonrió con todo el ancho de su cara, aliviado, lo sentió seguro, convencido al ver su pantalón negro, de que formaba parte de todos: no los había traicionado poniendo en peligro el triunfo argentino ante los ingleses…

 Mañana de ansiedad en la oficina. Le contagiaron ese mirar el reloj a cada rato: las cuatro de la tarde parecían no llegar nunca. En la oficina de Germán aguardaba el televisor que apagado, expectante y premonitorio, les auguraba una tarde diferente a todas en la repartición pública.

 Hoy miraremos juntos el partido. Ni la familia ni los amigos, sólo los compañeros de trabajo. Esos que están más tiempo con una que los hijos o el novio. Los mismos con los cuales compartimos el garrón cuando nos bajaron los sueldos y con los que alguna vez nos hemos puteado enojadísimos por algo tan estúpido y absurdo como un trámite, un papel o un sello fuera de lugar.

 A partir de las tres, los jefes, con caras de yo no fui, se van retirando haciéndose los distraídos. Privilegios de los que mandan. Paradoja aprovechable: los dejan solos. El trabajo va agonizando al mismo paso de las agujas del reloj a medida que se acercan las cuatro.

 Obediente y respetuosa se sentó (a pedido de todos) en el mismo lugar del viernes, no fuera a ser que por su culpa perdiera la Argentina y nada menos que ante los ingleses.

 El partido comenzó. Rápidamente, dejaron de ser los empleados correctos y acartonados: como siempre y a cada rato aparecieron, en cada insulto, todas las vaginas del mundo: las de la madre de Pasarella, las de la hermana del Piojo López, las de la tía de la “brujita” Verón. También fueron decretadas prostitutas de palabra varias madres de jugadores de la selección... Pobres nosotras, se dijo, tan vapuleadas por los insultos populares (penes, obviamente, no apareció ninguno...).

 Y llegó el primer gol de Argentina y después el primero de los ingleses, y la desesperación comenzó a recorrer  rostros, venas, gestos. Los gritos cada vez más fuertes, las puteadas cada vez más frecuentes. De pronto se olvidó lo que estaba pensando: en los veinte años pasados entre éste y aquel mundial en que la Argentina festejaba su triunfo de la mano de Videla, la misma que paralelamente ejecutaba 30.000 almas. Todo al mismo tiempo. Se olvidó que pensaba en el decreto del actual presidente por el cual los aguinaldos se podrán pagar en tres cuotas y otorgar las vacaciones en cualquier época del año, a gusto de patrones. Dejó de acordarse que en el litoral todavía la gente tiene los pies en el agua. Se olvidó de todo. Casi disfónica, desde su asiento del viernes, daba instrucciones a quién había que hacerle el pase ¡Por los laterales, boludos! ¡Abran la cancha! ¡Referí hijo de puta no cobrás nada! ¡Uy! Caramba, una contradicción: ¿Cómo pude decir hijo de puta…?

 Gira la cabeza y ve a Germán recortado contra los biblioratos con una camiseta celeste y blanca. La desolación instalada en su cara de niño marca el mal momento: Inglaterra 2, Argentina 1. Se enfurecen al unísono, se acuerdan de historias de piratas: los pibes de Malvinas avanzan, en medio de insultos y desesperaciones, por la memoria colectiva. A los ingleses “hay” que ganarles algo. Se consuelan entre todos con el gol que les hizo Maradonna. Ése, ése que metió con la mano.... Y se dan aliento: empataremos seguro, antes de que termine el primer tiempo.

 Y el empate llega, justito justito en el último minuto del primer tiempo. Saltan, gritan y hasta hay algunos que golpean los escritorios con las reglas, las abrochadoras, las perforadoras.

 En el entretiempo cada uno corre a su escritorio, junta cosas, guarda todo testimonio de opresión... Hoy es día de libertad. No hay quien cuide la “producción”.

 El segundo tiempo los toma a todos dando la última vuelta de llave a los cajones, los archivos, los armarios. Se sientan nuevamente. Están relajados: con un empate y cuarenta y cinco minutos por delante se sienten seguros. Todo a favor: se puede ganar. Pero el segundo tiempo se hace largo, monótono. Tarjeta roja para un inglés. Alcides y Silvio se abrazan como si Argentina hubiera ganado la copa.

-  Ahora sí, ahora la suerte nos acompaña. Ellos tienen diez jugadores y nosotros once. ¡Ganamos!

 ¡Oh, no! ¡Nos vamos al alargue!

Y de eso se trata. Alargue de la angustia. Sigue el empate. Muchos claman por el gol de oro. Ella se hace eco pues supone que debe ser una salvación mágica, mucho más tarde averiguará de qué se trata.

 El gol de oro no llega. Lo único que viene es la definición por penales. Sufren, transpiran ¡Errála inglés reventado! ¡Atajala hermano, por el amor de dios! ¡Reventale la cabeza de un pelotazo, loco! ¡Estamos con vos, Roa, estamos rezando! ¡Mirá la cara de estúpido del rubio ese! ¡Dale negro, vos sos un grande, vos podés!

 Argentina gana.

 Germán salta sobre los escritorios. Las chicas gritan histéricas. En tres pasos Germán está junto a ella. La abraza y ella devuelve. Llora su emoción de niño sobre su hombro. Y ella llora de emoción genuina: su intelecto se ha detenido. Quién sabe, quizás esta sea la única vez en la vida en que Germán y ella se abracen.

 Tiran papelitos por las ventanas, escuchan los primeros bocinazos, se apuran a salir de la oficina.

 En la calle sonríen ante cualquier desconocido que les devuelve la alegría. Las oficinas céntricas vomitan chorros humanos que dirigen sus pasos hacia el obelisco. Cientos con rumbo fijo. Banderas, papelitos, cornetas, cámaras de televisión y policías. Todo conforma el paisaje: alegría popular exultante e ilimitada.

 Los motoqueros, esos cadetes urbanos, hacen una fila que pasea por la 9 de Julio como si se hubieran puesto de acuerdo. Los vendedores de banderas, sombreros, vinchas y cornetas salvan el mes. Los militantes de los partidos políticos sacan los bombos a la calle. El Che Guevara presente en remeras y parches. No se puede creer pero hasta los policías parecen distendidos. Cual hormigas la gente llega al obelisco a festejar y, como en la fiesta de Serrat, se mezclan los desocupados y los yuppies, los jefes que estaban escondidos en algún bar y los obreros de la construcción que vienen con sus cascos amarillos colgando del brazo, las amas de casa con sus hijos y las secretarias ejecutivas bilingües, los bancarios de la city y los barra bravas de los clubes de fútbol. Muchas personas cuidan sus carteras y bolsillos... Todo mazclode, todo mazclode.

 Hoy es fiesta. Le “hemos” ganado a los británicos. A los mismos que consideran Malvinas como Falkland, a los pioneros de la revolución industrial y alumbradores de los Beatles, a los padres de Shakespeare y Lady Di, a los hijos del pirata Morgan y entenados de los Rolling Stones y Freddy Mercuri, a los sostenedores de los hooligans y la Sinfónica de Londres...

 La fiesta se extiende. La gente gana la 9 de Julio, Diagonal Norte y Corrientes. Ella imagina los festejos en San Salvador de Jujuy y en Ushuaia, en el inundado litoral y en el desolado Río Turbio. De norte a sur, de olvidados a postergados, los argentinos festejan...

 Un señor le sonríe afable. Lo mira por debajo de la visera de su gorra.

 - ¡Por fin podemos festejar algo los argentinos! - le dice diciéndoselo más a sí mismo. - ¡Tenemos  tanta necesidad de festejar algo! -  continúa - Yo no puedo expresarme, ni saltar ni gritar, vine porque ésta es la única forma en que puedo compartir con todos - agrega. Una banda con trompetas y platillos lo interrumpe.

 Llegan murgas, vestidos con sus trajes brillosos y sus rostros pintados de celeste y blanco los murgueros bailan al son de tambores. Pasa un camión de la Coca Cola repleto de personas con banderas, tetra bricks y latas de cerveza en las manos: ¡Y ya lo ve, y ya lo ve, el que no salta es un inglés!

 Se aleja poco a poco a contramano de la marea humana que sigue llegando. Entra a una librería que sólo vende libros. Casi absurda le pregunta al empleado si tiene cuadernos. La mira atónito, le explica que necesito escribir. Le regala tres hojas con una sonrisa comprensiva, ella le agradece de corazón.

 Se sienta en un bar casi vacío, mesa contra la ventana, pide un café, enciende un cigarrillo. Hay un televisor que transmite en directo el fervor popular.

 Mira por la ventana: siguen llegando mujeres, chicos, hombres, adolescentes. Todos pasan por la vereda junto a su ventana mirando al frente enfebrecidos.

 De pronto todos corren en sentido contrario, asustados. Huyen de algo. Levanta los ojos hacia el televisor: la policía está “actuando”... Ruido de vidrieras que estallan, agua y gases lacrimógenos, corridas, humo que desata las lágrimas forzadas.

 ¡Oh! ¡Argentina! ¡Ni por un día podemos olvidarnos de la bronca que nos produce que se olviden de nosotros!

 Su corazón llora acompañado por el ulular de sirenas.

 En la espalda percibe una mirada. Recorre con los ojos el espacio que la separa de ese par de ojos que la miran a través del cristal. Se encuentra con un pibe abrigado por una bandera celeste y blanca que le cuelga hasta los pies. Sus ojos inocentes la miran como Germán a la mañana y desde esa mirada Germán vuelve a ella con su abrazo irrepetible. La emoción de ese chico la reconcilia con la vida. Y con la esperanza.

 

De mi libro “De mariposas y Libertades” – Capítulo “Argentina, tus esqueletos” – Ediciones Barracas al Sur – 2016

 Foto: Diario Popular.





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